- ¡Hola! –
Esa palabra que me ha dicho usted
es cascada de pájaros bisoños
cual mermelada de damasco
y jugo de naranja al despuntar la madrugada.
Al menos me parece que es usted muy joven de maneras
y la disculpo por la cornisa franca de su risa.
Le respondo pues,
ese saludo provinciano que me ha dado
retirando mi monóculo intrigado:
- ¡Buenos días señorita! –
Me suena como infancia
con la humareda blanca de sus trenes
viajando hacia los montes lisos de mi silabario escapulario.
Me sonríe usted
familiar y limpia, viva
como el aroma del café que inunda el comedor del solitario hotel.
El periódico se dobla.
Ya no me importan sus historias.
Me interesa la lozanía de su piel
y como masca usted esas tostadas rubias
porque crujen mucho en su saludable dentadura
- Buenas… –
Dice la voz ronca con la bronca
de ese vendedor viajero que arrastra su maleta
de andenes, etiquetas, aranceles
cargados de amargura y tratando de ser fiero.
Le meneo la cabeza con mi venia.
La menea usted con su boca llena.
- Buen día -
Dice la anfitriona que retira las bandejas
con sus servilletas
y su morena piel curtida de propinas.
Será hermosa la mañana
con el brillo de su luz a manos llenas
y el sonido de las aves picoteando las manzanas amarillas
Hay razones valederas y cenizas en mi billetera
para mantener la sangre fría
en la hora amarga de este carrusel.
- Adiós –
Ya tengo el valor de caminar las calles.
Con esos buenos días
me ha entusiasmado usted.
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